Érase una vez, en la época de los samuráis, en el antiguo Japón medieval, un orgulloso guerrero que fue a visitar a uno de los más respetados Maestros Zen de por aquel entonces. Al llegar, hizo sus presentaciones, narrando los inmensos conocimientos y las extensas y variadas experiencias de las que se había hecho acreedor. Después, una vez hubo finalizado su prolijo relato, explicó el motivo de su visita:
-Maestro, he venido para saber todavía más. Para acumular más experiencia. He venido para aprender todos y cada uno de los secretos del Zen.
-Muy bien, hijo. -Le contestó el maestro-. Pasa y toma asiento, te prepararé una taza de té. Seguro que reconfortará tu cuerpo y quizás también tu espíritu.
Una vez dentro, el maestro, con suma humildad, le preparó y le ofreció al guerrero la prometida taza de té. Con aparente distracción, mirando tiernamente a los ojos de su acompañante y con una sonrisa en los labios, el maestro vació el líquido de la humeante infusión en el recipiente que su invitado le ofrecía. Cuando el líquido llegó al límite de la taza, el maestro, con premeditada indiferencia y manteniendo su actitud humilde y su tierna mirada, siguió y siguió vertiendo más y más cantidad del humeante y aromático brebaje. Como era de esperar, el líquido, después de rebosar el límite de la taza, empezó a derramarse y a empapar el elegante kimono del soberbio visitante...
-¡Maestro! -Inquirió el guerrero, con contenido pero evidente enojo-. ¿No ha advertido usted que la taza ya está llena y que el líquido rebosante está empapando mi apreciado y excepcional kimono?
El maestro, después de respirar profunda y largamente, manteniendo su actitud humilde, acentuando su tierna mirada, remarcando algo más su sonrisa, e insistiendo en su aparente indiferencia, dijo, con infinita calma:
-Así como la taza de té, cuando está llena, impide que podamos introducir nuevo líquido; de esa misma manera, tu taza de conocimientos y de experiencias, en estado rebosante, impide que tú puedas construir, sentir e incorporar vivencia o aprendizaje alguno. Hijo mío, si de verdad quieres aprender los secretos del Zen, tendrás primero que vaciar tu taza. En caso contrario, desgraciadamente, nada podré hacer por ti.
El altivo guerrero, bajando la mirada y con un porte que pretendía asemejarse a la actitud de humildad mantenida por el anfitrión, contestó:
-Maestro, he entendido tu primera lección. Procuraré desprenderme de todos los conocimientos y de todas las experiencias que llenan mi taza, e intentaré impregnarme de tu sabiduría Zen.
No has entendido nada, hijo mío. Eso es imposible. Nunca podrás desprenderte de la totalidad de tus aprendizajes pasados -contestó el Maestro-. Pero no te preocupes, nos pasa a todos. De momento, me basta con tus palabras y con tu nueva actitud. Ahora, ya has abierto tu puerta. Ahora, ya estás preparado para aprender las enseñanzas del Zen...
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