La rutina de la vida diaria y la banalidad del mundo tal como nos lo presentan los medios de comunicación, nos rodean de una atmósfera reconfortante en la que todo deja de tener verdadera importancia. Nos tapamos los ojos; nos obligamos a no pensar en el paso de nuestros tiempos, que velozmente deja atrás nuestro pasado conocido, que borra formas de ser y de vivir que aún están frescas en nuestra mente y emplasta nuestro futuro en un horizonte opaco cargado de densas nubes y miasmas. Dependemos aún más que nunca de la garantía de que nada está asegurado. La desintegración de una de ellas ha desestabilizado el equilibrio de las dos "superpotencias" de ayer, que durante tanto tiempo se apuntalaron la una a la otra. Los países de la antigua Unión Soviética y de Europa del este se han visto arrastradas a un drama sin solución aparente. Los Estados Unidos, por su parte, no se han salvado de las violentas turbulencias de la civilización, como hemos visto en Los Ángeles. Los países del Tercer Mundo aún no se han sacudido la parálisis de encima: África, en especial, está estancada en un atroz tiempo muerto. Los desastres ecológicos, el hambre, el desempleo, el aumento del racismo y la xenofobia plagan, como tantas otras amenazas este fin de milenio. Al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología han evolucionado a una extrema velocidad, facilitando al hombre los medios para resolver prácticamente todos sus problemas materiales. Pero la humanidad no ha sacado partido de estos medios, y sigue perpleja, impotente ante los retos a los que se enfrenta. Contribuye pasivamente a la contaminación del agua y del aire, a la destrucción de los bosques, al cambio climático, a la desaparición de una gran cantidad de especies, al empobrecimiento del capital genético de la biosfera, a la destrucción de los paisajes naturales, a la asfixia en que viven sus ciudades y al progresivo abandono de los valores culturales y de las referencias morales acerca de la solidaridad y la fraternidad... La humanidad parece haber perdido la cabeza o, más específicamente, la cabeza ya no trabaja en sintonía con el cuerpo. ¿Cómo puede la humanidad encontrar la brújula para reorientarse dentro de una modernidad cuya complejidad le sobrecoge?
Meditar sobre esta complejidad, renunciar, en particular, al enfoque reductivo del cientificismo cuando lo que hace falta es cuestionar sus prejuicios e intereses a corto plazo: esta es la perspectiva necesaria para entrar en esa era que he definido como "post-media", en un momento en el que todas las grandes revoluciones contemporáneas, positivas y negativas están siendo juzgadas de acuerdo con la información que se filtra por la industria de los medios de masas, que retiene sólo una descripción del evento [le petit coté événementiel] y nunca plantea lo que está en juego en toda su complejidad.
Es cierto que es difícil conseguir que las personas salgan de sí mismas, se olviden de sus preocupaciones más inmediatas y reflexionen sobre el presente y el futuro del mundo. Le faltan motivaciones colectivas para hacerlo. Casi todos los medios antiguos de comunicación, de reflexión y de diálogo se han disuelto en favor de un individualismo y una soledad a menudo equiparables a ansiedad y neurosis. Por eso yo abogo por la invención -bajo los auspicios de una nueva confluencia de la ecología medioambiental, la ecología social y la ecología mental- de un nuevo montaje colectivo de enunciados en lo que se refiere a la familia, al colegio, al barrio, etc...
El funcionamiento de los medios de masas actuales, y de la televisión en particular, es contraria a esta perspectiva. El telespectador permanece pasivo frente a la pantalla, preso de un relación semihipnótica, aislado del otro, vacío de consciencia de responsabilidad. ( RESUMEN DE LA NOTA PUBLICADA)
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