Los años finales del siglo XX y estos primeros del XXI están abriendo un campo nuevo tanto a la teología como a la llamada «ateología». Se trata de responder a la cuestión si estamos programados o no, bien desde nuestros genes, bien desde nuestros centros cerebrales, para la creencia auténtica o ilusoria en Dios. La prestigiosa revista francesa Le Monde des Religions dedica en su número de los meses de enero y febrero últimos a esta apasionante pregunta, bajo la autorizada firma de Joeelyn Morisson.
El especialista en genética Dean Hamer habla de un «gen de Dios» en nuestro ADN. El estadounidense Andrew Newberg, célebre investigador de los diversos centros cerebrales, ha introducido el nombre de una nueva disciplina que llama «neuroteología». En 2001 publicaba un libro que causó sensación titulado Por qué Dios no va a desaparecer y últimamente otro que lleva el nombre de Born to Believe (en español, Nacidos para creer). El profesor canadiense Michael Persinger ha ideado el llamado «casco de Dios» que ha permitido, según él, vivir una experiencia espiritual a un 80% de los investigados. Ese casco de Persinger estimularía un supuesto centro o punto de Dios de nuestro cerebro.
El mencionado Andrew Newberg ha sometido a una experiencia neuroteológica a un grupo voluntario de monjes budistas durante su meditación «zen» y observado las alteraciones reales concomitantes que se producían en los cerebros de estos monjes que afirmaban sentirse en fusión con el «Todo» trascendiendo lo somático y superando los límites del espacio y del tiempo. Después Newberg ha extendido su investigación cerebral a un grupo de religiosas franciscanas de vida contemplativa. Ellas afirmaban que en ese tiempo de la investigación sentían una proximidad intensa de lo divino en su interioridad. Otro neuroinvestigador canadiense llamado Mario Beauregard, de la universidad de Montreal, ha extendido por su parte la misma investigación del cerebro a quince carmelitas descalzas de estricta clausura. No le fue fácil conseguir la aquiescencia de las religiosas para poner sus cerebros en conexión con un dispositivo de resonancia magnética.
Todo el mundo se interroga sobre las conclusiones de tipo trascendente que se derivarían de los tales experimentos neurológicos que han provocado el alborozo de ateos militantes que creen confirmada su tesis de que Dios no es otra cosa que una colosal ilusión de nuestro cerebro con una existencia meramente virtual.
Y a la vez el terror de numerosos creyentes que verían reducida su fe a un mero espejismo. ¿Estamos programados en verdad -se pregunta uno- para creer en Dios en consonancia con lo que es en el fondo nuestra condición humana que es, en frase de Kierkegaard, «existencia ante Dios y para Dios»? O, como se ha dicho arriba, la existencia de un ser trascendente que llamamos Dios no es otra cosa que una simple alucinación de nuestro cerebro?
Tanto Newberg como Beauregard nos previenen contra la tentación de traspasar los límites del campo reservado a la ciencia experimental e irrumpir en el terreno de la filosofía y de la mística. Decir si Dios existe o no, no es cosa de los científicos. Ambos están de acuerdo en que su investigación se ciñe a lo que es verificable con el instrumental que proporciona la ciencia. Y ambos confiesan con gran honradez que su «investigación» no permite ni confirmar ni debilitar la realidad trascendente de Dios». «Si yo miro, dice Newberg, en el escáner el cerebro de una persona que está contemplando un pastel de manzana, puedo decir qué modificaciones están sucediendo en él, pero no puedo afirmar si hay o no ante esa persona un pastel de manzana».
Sin embargo, Beauregard añade por su parte que habría que superar un paradigma materialista organizador de las investigaciones basado en el prejuicio de que la conciencia no es otra cosa que un epifenómeno de la materia, y pasar a otro que se basa en la primacía de la mente frente a las modificaciones y estados cerebrales.
A lo que se viene a añadir que tanto los monjes del budismo «zen», como las religiosas contemplativas franciscanas y carmelitas afirman sin dudar que la realidad que ellos experimentan en su meditación es para ellos lo más real, mucho más real que los simples entes materiales. La autora del artículo, Jocelyn Morrison, termina así su estudio: «Decididamente, a pesar de que debamos ser cautos a la hora de interpretar las investigaciones sin que las hagamos decir más de lo que dicen, sin embargo es cierto que el cerebro no ha cesado de apasionar nuestra curiosidad».
Jocelyn Morrison
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