por Jean-Marc Lévy-Leblond
“Dado que la ciencia es uno de los reales elementos de la Humanidad, es independiente de cualquier forma social, y eterna como la naturaleza humana”, escribía en 1848 Ernest Renan en L’Avenir de la science [El porvenir de la ciencia]. A pesar de que a fines del siglo XX el cientificismo del siglo XIX había perdido mucho terreno, sus preconceptos están lejos de haber desaparecido.
En la actualidad, la universalidad de la ciencia sigue siendo una convicción ampliamente compartida. En un mundo donde sistemas sociales, valores espirituales, formas estéticas pasan por incesantes cambios, sería tranquilizador que al menos la ciencia ofreciera un punto de referencia fijo dentro del relativismo ambiente. Tal vez incluso el único “elemento real”, para retomar la expresión de Renan. De hecho, un siglo más tarde el físico Frédéric Joliot-Curie pudo escribir con buena conciencia progresista: “El puro conocimiento científico tiene que aportar paz a nuestro espíritu, desechando supersticiones, terrores invisibles y dándonos también una conciencia más clara de nuestra situación en el universo. Y quizás sea una de sus principales razones: es el elemento fundamental -tal vez el único elemento- de una unidad de pensamiento entre los hombres dispersos por todo el globo ”.
Es difícil discutir el hecho de que todos los otros elementos de la cultura -formas de organización política, estructuras de parentesco, mitos fundadores, usos y costumbres, religiones y espiritualidades, artes y letras- pertenezcan a culturas, en el sentido etnológico del término. ¿Pero acaso la ciencia no ofrece conocimientos objetivos, verificables, reproducibles? ¿El teorema de Pitágoras, el principio de Arquímedes, las leyes de Kepler , la teoría de Einstein, si son verdaderas aquí y ahora, como lo eran allá y ayer, no lo son por esencia siempre y en todo lugar? Sin embargo, podría asaltarnos una primera duda si pensamos que estos ejemplos, por convincentes que puedan parecer, pertenecen a una tradición en resumidas cuentas bastante provinciana, la de Europa occidental y la cultura greco-judeo-cristiana. En apoyo de la universalidad, habría que preocuparse por citar un abanico de ejemplos, también universal, que convocaría saberes por lo común compartidos y referidos a orígenes tibetanos, maoríes o aztecas.
Si bien el siglo XIX consideraba que la ciencia occidental era la única existente, lo que la destinaba muy naturalmente a la universalidad, con posterioridad los historiadores de ciencias mostraron la importancia y riqueza de otras tradiciones científicas –india, china, árabe-islámica. Pero este reconocimiento suele percibirse como el de “fuentes” que alimentaron la gran corriente única de la ciencia, fuentes que, convengámoslo, durante demasiado tiempo fueron ignoradas, para subestimar mejor finalmente su historicidad específica .
En cuanto a la unidad de la ciencia, tan ardientemente proyectada hasta inicios del siglo XX, desaparece ante la creciente especialización de los territorios científicos, tanto en lo concerniente a sus modos de organización como a sus métodos de investigación.
Sin emitir juicio sobre la cientificidad de las otras ciencias, detengámonos en las matemáticas y las ciencias naturales; en efecto, si se tomaran en cuenta las ciencias sociales y humanas la crítica de la pretensión a la universalidad se haría mucho más fácil.
Si visitamos Japón, en uno de los múltiples templos sintoístas o budistas, podemos ver muchas tablillas suspendidas, grabadas o pintadas con motivos variados –paisajes marinos, vistas del Fuji-Yama, caballos al galope o puras caligrafías, como ofrendas a las divinidades locales. Entre esas imágenes hay complejas figuras geométricas, combinaciones especiales y enigmáticas de círculos, triángulos y elipses. El texto que acompaña la figura es un enunciado matemático, la mayoría de las veces sin su demostración. Esos sangaku, o tablillas matemáticas, remontan al período Edo (siglos XVII – XIX), en el que Japón se aisló voluntariamente y se desconectó de toda influencia exterior, en particular la occidental. Replegado sobre sí mismo, en ese período desarrolló algunas de sus más originales creaciones culturales, el teatro nô, y la poesía de los haiku una belleza del mundo oriental, típico del pueblo japones que en forma silenciosa se desarrolla permanentemente.
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