Ya en el transcurso de la primera lección comprendimos que seguir el sendero del arte sin artificio, el zen, no era cosa fácil. El Maestro empezó por mostrarnos varios arcos japoneses, explicándonos que su extraordinaria elasticidad se debía a su particular construcción y al material con que estaban hechos, el bambú. Pero según su opinión, lo más importante era que observáramos la noble forma que el arco (de más de un metro ochenta de longitud) adoptaba no bien era extendido y que resultaba tanto más sorprendente cuanto más se lo estiraba. Cuando se lo despliega en toda su extensión, nos explicó, abarca en sí el "universo"; de ahí que sea tan importante aprender a extenderlo adecuadamente. Luego, escogió el mejor y el más fuerte de sus arcos y, asumiendo una actitud ceremoniosa y digna, dejó volver varias veces a su posición original la cuerda levemente estirada. Este movimiento produce un agudo chasquido, acompañado de un profundo rasguido que, después de haberlo escuchado cierto número de veces, es imposible olvidar; tan extraño resulta, tan conmovedoramente se apodera del corazón. Desde la más remota antigüedad se le ha atribuido el secreto poder de ahuyentar los malos espíritus, y no me resulta difícil creer que esta interpretación se haya arraigado profundamente en el corazón de todo el pueblo japonés. Después de este significativo introito de purificación y consagración, el Maestro nos ordenó que lo observáramos atentamente. Hizo una muesca y colocó una flecha en el arco -extendiéndolo en tal forma que temí por un momento que no resistiera la tensión necesaria para abarcar el universo - y disparó la flecha. Todo esto no sólo resultaba conmovedoramente hermoso, sino que parecía haber sido ejecutado con muy poco esfuerzo. El Maestro nos dictó entonces sus instrucciones: "Ahora haced otro tanto, pero recordad que la arquería no tiene por objeto fortalecer los músculos. Cuando estiréis la cuerda, no debéis ejercer toda la fuerza de que vuestro cuerpo es capaz; antes bien, debéis aprender a dejar que sólo vuestras dos manos actúen, dejando relajados los músculos del hombro y del brazo, como si éstos contemplaran la escena sin intervenir en ella. Sólo cuando podáis hacer esto habréis cumplido una de las condiciones que logran que el acto de estirar el arco y disparar la flecha sean actos espirituales".
jueves, 15 de septiembre de 2011
Palabras, Eugen Herrigel
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